Sidamón: la trilogía

Ya sabéis que me ha dado por las fotos. Cómo no darse cuenta. Si estás aquí, al 99% me sigues en Twitter o Instagram y eso es algo que ya sabías.

Al principio de este blog, dije varias veces lo fan que soy de la luz. No tengo cortinas en casa, por ejemplo. No tengo las persianas arriba del todo porque no quiero morir calcinado, que sino…

Mi luz favorita es la que está a punto de desaparecer. Quizá sea por eso. Casi siempre pierdo las cosas cuando más a gusto estoy con ellas. Me pasó con aquello, con lo otro y con alguna cosa más.

Desde que tengo la cámara, se ha convertido en mi momento favorito del día para hacer fotos. Ya sea con el Sol de cara o calentándome la coronilla.

Me gusta cuando el Sol está tan bajo que, si levantas la mano, casi lo puedes tocar. Tan bajo que le puedes poner algo delante para taparlo. Puedes hacer lo que quieras con él.

El pasado domingo no fue diferente. Tenía ganas de tres cosas: de hacer fotos, de hacer kilómetros y de seguir el fútbol por la radio. Así que cogí la cámara (comprobé que tenía la tarjeta) y las llaves del coche.

No sabía cuál iba a ser el destino, ni mi objetivo. Pero era raro, llevaba la velocidad del que sabe adónde se dirige. Del que sabe que le están esperando. Del que sabe que no puede llegar tarde, porque no le gusta hacer perder el tiempo.

De repente me dije: «ya está, como está el Sol, vas a hacer una foto desde un puente, sobre la autovía». Así que me puse a buscar una salida con un puente a la vista. Uno que me gustase, claro.

Los kilómetros pasaban, el camino era conocido: la autovía de Zaragoza. Ya expliqué lo importante que fue y es ese trayecto para mí.

Unos minutos después, lo vi. Llegaba a Sidamón. Un pueblo del que recordaba el nombre, pero eso de que no sabes el motivo. En cuanto tomé la salida, lo vi. Vi a «eso» que tantas y tantas veces le he dedicado las mismas palabras en mi cabeza.

«Alberto, un día tienes que descubrir cómo hacerle fotos a eso»

«Tiene que haber un camino o algo»

«No puede ser tan difícil»

Pues ese día la casualidad me llevó ante él. O ante eso. No sé cómo llamarlo.

En cuanto vi donde estaba me bajé del coche. Cogí la cámara y salí corriendo campo a través. No podía perder tiempo. Cuando el Sol se está cayendo es cuestión de nada y menos que desaparezca. Y ay si se cruza una nube.

Así que corrí, como quien ve la meta. Como quien sabe que en el final está lo que uno quiere. Corrí, corrí, me paré un poco porque pisé un palo y seguí corriendo. Después vi que podía haber ido con el coche, pero oye, entonces las palabras escritas hace nada no tendrían épica.

Y allí estaba. Nervioso ante esa silueta. Esa silueta que tantas veces me había dicho «eh, que te vas a vivir una aventura». Así que disparé. Y no le sentó mal. Rodeé a ese tótem y le vi la cara. La misma cara que siempre me dice «¿De camino a casa, eh? Venga, que ya lo tienes hecho».

Esta entrada puede parecer una tontería para vosotros. Pero para mí fue lo más. Y es normal que no lo entendáis. Porque lo que viví antes, durante y después lo hice solo conmigo. Y como me explico fatal… pues eso, que no espero que lo entendáis. O sí.

Publicado por

Alberto Cuadrado

Buenas noches (o lo qué sea), bienvenidos, gracias por estar aquí.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *